sábado, 29 de agosto de 2009

El hipocondriaco

Soy hipocondríaco. Lo reconozco, vivo pendiente de todas las señales que me da mi cuerpo y siempre creo tener la última enfermedad que descubre el doctor House en su programa. Si me sale un grano, pienso que es cáncer. La barriguita que nos sale a todos en septiembre después de un verano de excesos, para mí es un tumor del tamaño de una sandia. O un embarazo, y eso que soy hombre. Soy hipocondríaco. Y no es nada fácil vivir con esta condición.
Todos los médicos de mi ciudad me conocen. En urgencias, cuando me ven llegar, levantan la vista al cielo y sueltan una oración en busca de paciencia mientras me indican dónde está la sala de espera –como si no lo supiera ya- y me tienen ahí encerrado un par de horas para ver si se me pasa el susto. Pero a mí nunca se me pasa. Verás, yo me conozco bien y sé que soy un exagerado, por eso no voy a urgencias al primer síntoma. Antes sí, antes lo hacía, pero el día en que un médico me llevó directamente a la consulta del psiquiatra cuando quise que me desinfectara un grano para que no se gangrenara y me comiera la piel, empecé a pensar que igual tenía que tomarme las cosas con un poco más de calma. Por eso ahora espero unas horas, a veces hasta un día entero, antes de acudir llorando al médico que esté de guardia, pero una vez que estoy allí quiero ser atendido. Si me he pasado veinticuatro horas viendo y sufriendo los cambios de mi cuerpo, no me importa esperar un par de horas más para que alguien me salve la vida.
La semana pasada fui a urgencias por una mancha que me había salido en la mano. No quise ser alarmista y pensé que quizás me había dado un golpe sin darme cuenta y que aquello no era más que el moratón que sale después, pero me extrañaba que no me doliera al tocarme. Esperé unas horas, de la mañana a la noche, y después de cenar ya no pude más y me dirigí al hospital. Cuando entré por la puerta corrediza, me recibió una enfermera a la que nunca había visto antes, una sustituta que cubría el puesto que la enfermera fija había dejado al irse de vacaciones. Me miró la mano, frunció el ceño y, en vez de hacerme pasar a la sala de espera, me indicó que esperara allí mismo mientras ella llamaba al doctor. Mi ciudad no es turista y en verano hasta los hospitales están vacíos; por primera vez en mi largo historial médico, no iba a tener que esperar a que me atendieran.
El médico llegó volando, y cual sería mi alegría al darme cuenta de que éste también era nuevo, un sustituto que no me conocía y al que, por tanto, me podía quejar todo lo que quisiera sin temor a ver de nuevo al psiquiatra. Me miró la mano ahí mismo, frunció el ceño y me llevó a una sala de reconocimientos. Yo estaba preparado para desnudarme y tumbarme en una camilla, pero él se limitó a hacerme sentar y analizarme con detenimiento la mano. Me raspó con un instrumento metálico –le pregunté si estaba bien esterilizado, no la fuéramos a liar-, volvió a fruncir el ceño y me informó de que tenían que hacerme una biopsia.
-¿Es grave, doctor? –pregunté, muerto de miedo y de orgullo por no estar llorando.
-No lo sé. No quiero mentirle, podría ser leucemia. ¿Cuánto tiempo hace que tiene usted la mancha?
-Unas horas. Ha aparecido esta mañana, creo.
Me miró con gesto de sorpresa. Encima era un caso digno de estudio clínico.
-¿Tan grande? Entonces tenemos que darnos prisa. Si se ha desarrollado a esa velocidad, puede ser un cáncer muy agresivo. ¿Quiere tumbarse?
Pensé que me iba a reconocer, pero luego me di cuenta de que lo hacía porque me había quedado tan pálido que tuvo miedo a que me cayera de la camilla. Llamó a las enfermeras, les indicó que me llevaran a hacer análisis de sangre y que me ingresaran en urgencias. Yo sólo pensaba en llamar a mis padres, pero estaba tan nervioso que sabía que no iba a poder marcar ni el número. El médico me dio algo para calmarme después de que las enfermeras me sacaran sangre. Me quedé dormido en seguida.
Cuando me desperté, la cara del médico me sonrió y me dijo que había habido suerte, que el quirófano estaba libre y que iban a poder hacerme la biopsia en ese mismo instante. Yo temblaba de pies a cabeza mientras me preparaban para la operación. Me dijeron que era un procedimiento rutinario, que no me iba a doler nada, que la epidural era mano de santo e iba a poder estar despierto mientras me lo hacían. Por un lado me alegré, no quería que me pusieran anestesia general, la de gente que se muere en un quirófano cuando lo anestesian del todo, pero por otro me daba mucho respeto ver lo que me hacían, tenía la completa seguridad de que me iba a marcar un Castro e iba a empezar a corregir a los médicos en la mitad de la operación. Tragué saliva y sentí la boca seca. Mi hipocondría me iba a salvar la vida, al fin y al cabo.
Es una sensación extraña, la epidural. Me habían dado un montón más de calmantes, así que sentía la cabeza ligera mientras nos deslizábamos por los pasillos hasta el quirófano. No sentía para nada la mano derecha, era como si mi cuerpo terminara a la altura del hombro. Miré a las enfermeras que iban a mi lado y les sonreí, bobalicón. Ninguna de ellas era conocida.
Por fin me pusieron en la camilla del quirófano. Sacaron toda la parafernalia para la operación y taparon la mano con una sábana azul colocada a modo de telón para que yo no pudiera ver lo que hacían. Mejor, pensé, tampoco es cuestión de tener pesadillas. Gracias a las drogas que me habían dado, era capaz de pensar en cómo iba a cambiar mi vida cuando me dijeran que tenía leucemia y no salir corriendo de pánico. Vi a una enfermera pasarle una esponja empapada en un líquido rojizo al médico y supe que me estaban desinfectando la mano. Sonreí al doctor, que no me miraba. Frunció el ceño de nuevo. Algo iba mal y todavía no me habían cortado.
-¿Pero qué es esto?
Yo intenté levantar la cabeza para mirar por encima de la sábana, pero alguien me sujetó y me dejó pegado a la camilla. El médico siguió trapicheando con mi mano, su gesto cada vez más ceñudo. Cuando terminó lo que estuviera haciendo –era cierto, no había sentido nada, los milagros de la medicina-, se giró hacia mí, arrancó la sábana y me mostró mi mano. Estaba limpia.
-¡Doctor! ¡Me ha curado!
Nadie sonreía, nadie lloraba de emoción al ver semejante milagro, nadie gritaba “aleluya”. Todo el mundo me miraba con gesto que adivinaba serio tras las mascarillas del quirófano, algunos negando con la cabeza.
-Ha sido una broma de muy mal gusto, señor –masculló el médico.
-¿Qué quiere decir? ¿No es leucemia?
-No. Era tinta. Se le ha explotado un bolígrafo en la mano.

Soy hipocondríaco. Y no veas lo difícil que es serlo en un mundo donde todo el mundo se cree sano.



-Extraído de aquí